Thursday, December 20, 2007

Bianca

Ernesto me mira con esa cara de siempre. Hace calor. El helado se derrite en mi mano y la vainilla empapa la galleta y la servilleta convirtiéndolas en una sola baba inseparable con forma de cono. Tengo los dedos pegajosos, la sensación me incomoda demasiado, me asquea, y no hallo una salida mejor que limpiarme en su camisa. —Este helado está horrible, ya no quiero más.
Ernesto se levanta, me quita el helado de las manos, camina tres pasos y lo tira a la basura.
—¿Por qué tenías que hacer eso?
—Dijiste que estaba horrible.
—A veces tú también estás horrible y no te tiras a la basura por eso.
—Quizá debería hacerlo.
—Sí, quizá.
Se acomoda en la silla de nuevo, pone los codos sobre la mesa y las mejillas entre las manos. Aún tengo los dedos pegajosos. Veo la mancha en el cuello de su camisa, él baja la cabeza, aprieta los ojos con fuerza y me mira nuevamente con su cara de siempre.
¿Nos vamos? —pregunta.
—No, no quiero, me gusta la vista.
—Hace mucho calor.
—Entonces vete tú.
No dice nada y me mira de nuevo con esa cara de siempre, mientras golpea la mesa con las uñas en un ritmo lento y desesperante.
—¿Puedes dejar de hacer eso, Ernesto?
—No quiero.
—Me molesta. Pensé que te ibas. ¿Por qué no te has ido? ¿No tenías mucho calor?
—Me voy cuando se acabe esa canción. Contigo o sin ti.
—¿Cuál canción? Yo no escucho nada.
—La de Fugees. Suena de este lado. Por la puerta abierta.
—Yo la quiero oír. ¿Cambiamos de puesto?
—Ya se va a acabar.
—Bueno, dale, rápido.
Se levanta con las manos en los bolsillos, muy despacio. Tengo que empujarlo un poco para que se dé prisa. Desde su silla se escucha perfectamente la voz de Lauryn Hill.
—Esa canción me encanta. ¿A ti te gusta?
—Ya te dije que sí.
—¿Por qué te gustan las canciones de niñas? Ésa es una canción para mujeres. ¿Eres marica o qué?
—Me gusta… la música… la voz... Me gusta. No sé.
—Tú nunca sabes nada. ¿No te aburres de no saber nada?
No hay brisa y una mosca sobrevuela la mesa untada de vainilla. La canción termina y Ernesto saca las llaves del carro y comienza a levantarse despacio del puesto que había sido mío durante una hora.
—¿Cambiamos de nuevo?
—No, ya me voy.
—Ernesto…
—¿Qué?
—No te vayas… por favor.
Ernesto suspira hondo. Insisto con una sonrisa pequeña. Me mira con la cara de siempre y vuelve a sentarse frente a mí. Ahora suena una canción de Prince que él no alcanza a escuchar desde su puesto, pero que yo sé muy bien que le gusta demasiado. Ojalá pudiera escucharla.
—Ernesto…
—Dime.
—¿Me regalas otro helado?
—¿No que estaba feo?
—Ése sí, por eso quiero otro. De brownie.
Ernesto vuelve a la mesa con el helado en la mano y lo pone frente a mí, sobre las gotas de vainilla que yo había dejado regadas antes de que él botara el primero. “Rico”, pienso, y miro a Ernesto jugando con las llaves del carro sobre la mesa, llevando el ritmo de alguna canción que suena en su cabeza o quizá la de Prince, que debió escuchar, cerca del final, cuando entró por mi helado.
—¿Qué tal?
—No está mal.
—Hm.
—¿Hm?
—Nada.
—¿Entonces para qué dices “hm” si no es nada? Me emputa que siempre hagas eso. Si no tienes nada que decir pues no digas nada y no me salgas con tus “hm” que yo sé bien lo que son. Yo entiendo las cosas. Tú crees que yo soy tonta, pero yo no soy tonta. Estoy harta de eso.
Ernesto me mira y suspira de nuevo. No sabe qué decir. Aprieta las llaves del carro con fuerza. Se moja el labio con la lengua. Exhala. Mira hacia el carro. Deja las llaves sobre la servilleta. Pone las palmas de las manos completamente abiertas sobre la mesa en la que caen las gotas del helado de brownie derretido entre mis dedos. Abre bien los ojos y sus cejas se arquean. Me encantan sus cejas severas y gruesas y los ojos violentos pero tiernos con los que vuelve a mirarme. Me gusta gustarle tanto como él me gusta.
—Ernesto…
—¿Qué?
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro.
—¿Si tuvieras que escoger entre mi cuerpo y mi alma, qué elegirías?
Ernesto baja la vista hacia la mesa, parpadea prolongadamente y levanta de nuevo su mirada de siempre hacia mis ojos.
—¿Tú qué crees, Bianca?
El helado de brownie estaba delicioso. Me dolió demasiado tener que irme así y dejarlo ahí tirado. Pero es su culpa. Siempre me hace esto. Hijueputa, lo odio. ¿Por qué tenía que hacerme esto otra vez?


Cuento inédito, noviembre de 2007.

Home, sweet home

Tenía demasiadas llaves en la mano. La mayoría de ellas no abría ninguna puerta conocida, se habían sumado al llavero rojo en noches amnésicas y le habían servido para protegerse del frío en casas que, aunque quisiera, ya no podría recordar dónde quedaban ni a quién pertenecían. Al fin encontró la llave plateada y abrió la puerta.
Al otro lado, entre las paredes estrechas y el olor húmedo, estaba Jacobo. De pie, con la cabeza inclinada, lo miraba desde un lugar casualmente improbable de la sala, como si lo hubiese estado esperando desde hacía horas en ese punto desde el que no podría esquivar su mirada al abrir la puerta.
—¿Ajá? —dijo Manuel con las llaves en la mano mientras cerraba la puerta tras de sí.
—¿Qué más? —respondió Jacobo a la pregunta, como si otra pregunta sin contenido pudiera conjurar la incomodidad e iniciar una conversación.
Hace dos semanas que no se veían y las respuestas hubieran podido ser muchas, pero en lugar de ellas se quedaron callados. Manuel sacó del morral unos papeles viejos que no quería ni tenía que leer y Jacobo buscó por largos minutos entre las gavetas algo que no se le había perdido. Entre ambos estaba la barra de la cocina y sobre ella una bolsa de leche y cuatro panes que parecían prometer que a la mañana siguiente habría desayuno.
El teléfono volvió a sonar por primera vez desde que la granizada arrasó los cables hace ya tres semanas. Para Manuel fue sólo un sonido más, uno más entre esos sonidos a los que estaba tan desacostumbrado que sólo el olor húmedo le recordaba con precisión el lugar en el que estaba en este momento. El teléfono siguió timbrando. Jacobo corrió al cuarto a contestar, Manuel se quedó entre la sala y la cocina, prendió la radio y subió el volumen para evitar los “ajás” y los “quémás” vertiginosos.
-Aló… Sí… No señora, aquí no vive ninguna Fabiola.
Jacobo atravesó la sala y pasó al otro lado de la barra en la que se convertía en cocina. Sentado en el sofá, Manuel vaciaba el morral: dejó los cigarrillos sobre la chaqueta, junto al libro y las copias y dos lápices y un bolígrafo y quiso seguir sacando cosas o caer al fondo del morral y perderse, pero ya no había nada adentro. Jacobo abrió la bolsa de leche con los dientes, prendió la estufa y comenzó a batir.
El teléfono sonó de nuevo. Se miraron, levantaron las cejas al tiempo. Jacobo bajó la cabeza, Manuel se levantó del sofá y avanzó hacia el cuarto con pasos resignados. El teléfono alcanzó a timbrar tres veces más, Manuel lo levantó:
—¿Aló?
Al otro lado se escuchaba una respiración pesada y ninguna palabra. Manuel repitió la pregunta pero el silencio jadeante continuó por unos segundos hasta que fue demasiado y no tuvo sentido. Dejó caer el auricular muy despacio.
—¿Otra vez esa vieja? —preguntó Jacobo desde la cocina.
—No, no era nadie —dijo Manuel, y se sentó de nuevo en el sofá a separar los papeles que iba a doblar de los que iba a botar, a revisar que no tuviese llamadas perdidas en el celular, a abrir el computador sobre su regazo, a mirar fotos viejas, a jugar solitario, a esperar que la conexión a Internet fluyera para poder irse muy lejos, a hacer nada.
Jacobo se acercó al sofá con dos tazas de chocolate humeante, Manuel tiró los papeles, el libro y la chaqueta al piso para abrirle un lugar a su lado. Y tomaron chocolate caliente y hacía mucho frío. Y hablaron de la negra de ojos claros que se quedó a dormir con Manuel el otro día y de la amiga nueva de Jacobo que parecía comenzar a quererlo. Y rieron con tristeza y el computador seguía abierto en el regazo de Manuel pero no conectaba y Jacobo preguntó de nuevo “¿qué más?” y el silencio se repitió como si esas dos palabras no pudieran encontrar eco en la realidad monótona en la que habían caído.
Jacobo tomó la taza vacía de las manos de Manuel y caminó hacia el fregadero.
—Deja eso ahí, yo lo lavo más tarde.
Pero Jacobo no respondió y abrió el grifo y recorrió con la esponja las paredes marrones de las tazas hasta dejarlas blancas de nuevo y Manuel no sabía dónde poner ese 9 de diamantes y la conexión se resistía a funcionar y quiso que todo fuera como al principio, como cuando entró por esa puerta la primera vez y Jacobo le dio dos llaves y le dijo que ésta era su casa y que contara con él para lo que fuera, y Manuel tenía miedo y hambre de esta ciudad nueva, y ambos estaban felices de modos muy distintos.
Jacobo se secó las manos con un trapo sucio. Se acercó a la barra, del lado de la cocina. Acomodó algunas revistas, apoyó las manos en la barra, miró a Manuel con ojos cansados y no vio a la misma persona que había conocido hace dos años y que le había ayudado a conseguir trabajo y que lo había invitado a almorzar muchas veces en su casa y que él había creído que era la persona más estúpidamente feliz del mundo. Ahora estaban muy cerca y eran iguales. No se tenían ni el uno al otro.
—Manuel, es mejor que te vayas de esta casa.
—Lo sé.
Las maletas aún estaban en la sala, justo donde Manuel las había dejado cuando atravesó esa puerta por primera vez. Sobre ellas se levantaba una montaña de ropa, la mayoría sucia. Ya había descartado muchas de esas prendas. Prefería botarlas antes que lavarlas; con el tiempo, los fluidos se habían secado sobre ellas y las fibras se habían adherido convirtiendo la tela en otro material sin nombre. Habían pasado cuatro meses.

Cuento inédito, noviembre de 2007.

Tuesday, December 18, 2007

Björk, entre aguas

Vivo junto al océano y por las noches me sumerjo hasta el fondo, bajo todas sus mareas, y arrojo mi ancla. Aquí es donde me quedo, este es mi hogar.
Björk, ‘The Anchor song’
Islandia es un trozo de tierra desprendido de la península escandinava, más un montón de islotes gélidos regados sobre el Atlántico Norte. Con solo 313.000 habitantes —menos de la quinta parte de la población de Barranquilla— es el país menos populoso del norte de Europa. Arenales, montañas, glaciares, ríos de hielo que alimentan el océano: Islandia es un lugar extraño, cálido a pesar del hielo, accidentado sobre tierra volcánica, sembrado de paisajes emocionales donde el suelo precipita y escupe chorros de agua tibia contra el cielo verde de la medianoche. En medio de este paisaje, hace cuarenta y dos años, nació Björk Guðmundsdóttir.
Prescindiendo del apellido impronunciable, el significado de este nombre para la cultura popular equivale a innovación y versatilidad. La de Björk es una de las voces femeninas más representativas del pop desde comienzos de los noventa. Más allá de la posibilidad de rótulos de género: trip hop, jazz, rock alternativo, drum & bass, pataletas de punk fashion, folk o electrónica, su voz acaricia, raspa y perfora; sus composiciones en inglés sorprenden por un acceso a la metáfora, incomprensible en alguien que pronuncia con tanta dificultad el idioma, a menos que sea cantándolo.

Björk en la entrega de los Oscar.

Piel plástica, párpados orientales, escasos 153 centímetros entre los dedos de los pies y las raíces de un cabello negro que la hace parecer aún más blanca. Actriz de una sola película reconocida, nominada al Oscar —ceremonia a la que asistió con un intencionalmente ridículo traje de cisne— y ganadora de la Palma de Oro, vocera de ninguna causa, autora de ningún libro, protagonista de ningún reality. Antes de salir corriendo o de agarrar a trompadas a una fotógrafa en un aeropuerto, toma el micrófono, chilla y, después, pide silencio con un índice sobre los labios para dejar en evidencia a una niña caprichosa, que desde hace más de veinte años ha hecho, a través de su música, lo que le ha dado la gana.
La gira promocional de Volta, el álbum más reciente de Björk, incluyó entre sus destinos latinoamericanos a Colombia: Bogotá, no Barranquilla.
Barranquilla es un pastizal reseco en el que algunas vacas se detuvieron hace 194 años. En medio de todas sus aguas —las unas acuchilladas por las otras— emergió una plaza y después un pueblo y después una puerta de oro y el robo del oro y su nostalgia. Desde el hombro del litoral, Barranquilla anhela el mar que no tiene, arrogándose el título de capital del departamento que comparte el nombre de ese océano. Sin embargo, las aguas persisten y son ríos en sus calles, y otro río más grande a su espalda. Entre esas aguas, Eliécer y Laura vieron salir el sol muchas veces.
Fundadoras de Barranquilla.
Allí crecieron, bajo el sol, entre músicas diversas, resolviendo el crisol de una generación que se debate entre lo folclórico y lo cosmopolita, entre lo tradicional y lo electrónico, entre lo digital y el olor de los mangos maduros. Allí conocieron los picós y los insomnios, y también la música de Björk. Faltando dos semanas, compraron las boletas, hicieron un par de llamadas, recogieron unos cuantos trapos para el frío, al que sus cuerpos caribes no estaban acostumbrados, empacaron y se fueron.
El 17 de noviembre, Björk está en su camerino del Palacio de los Deportes, esperando salir al escenario para su primera presentación en Colombia. Afuera, el sol es una excepción fabulosa en el cielo bogotano, la grama es verde y los rostros muchos. Entre ellos están los de Eliécer y Laura. Llegaron en bus desde Barranquilla, entredormidos, entrepiernados, con sus cabellos negros y rojos entrelazados, viendo pueblos miserables desaparecer a través de la ventana, para, al final del camino, ver los paisajes lejanos encontrarse bajo un cielo intermedio: los verdes de Björk y el azul intenso de Quilla recorriendo la imparcial capital colombiana.
Las tres filas de la entrada para la boleta más barata avanzan lentamente. Eliécer y Laura toman la de la izquierda. Después, suben, bajan, toman los mejores puestos entre los peores puestos, se sientan al lado izquierdo a pocos metros de la tarima —desde donde solo se ve la mitad derecha del escenario—, soportan la presentación de La Fábrica, un modesto grupo caleño, ríen, ven a los amigos llegar, se abrazan, ven las luces apagarse y llenar de gritos la oscuridad. Entonces, Björk.Apenas comenzaban los ochenta cuando Björk se graduaba de la escuela de música como pianista. Tenía quince años, había grabado su primer álbum a los once, tendría su primer hijo a los veintiuno y ese mismo año comenzaría a conquistar Europa junto a los Sugarcubes. Era 1986, Eliécer estaba sentado bajo la sombra de un árbol de mango en la esquina de su casa del barrio El Limón, Laura no había nacido. De los Sugarcubes, Björk pasó a grabar, en 1990, un increíble álbum de jazz, llamado Gling Glô, en compañía del trío de bebop Guðmundar Ingólfssonar. Su nombre ya estaba en la carátula del álbum.
Han pasado más de veinte años. Debut, Post, Telegram, Homogenic, Selma songs, Vespertine, Médulla y Volta.

Carátula de Volta.

Ahora comparte el escenario con el Iceland’s Wonder Brass, grupo de vientos que la acompaña en la gira de Volta. Diez mujeres islandesas, vestidas con la indumentaria de la portada del álbum, entran vaciando los pulmones en sus instrumentos. Esta vez, la marcha fúnebre de Chopin no anuncia una muerte. A las 9:15 p.m., Islandia y Colombia son un mismo lugar cálido que invade al mundo con ‘Earth Intruders’. Comienza el concierto y los gritos son música. Laura compró Volta dos semanas atrás, se sabe la canción y la canta a todo pulmón; Eliécer baila absorto, con los ojos cerrados detrás de las gafas. La percusión tribal, los vientos del norte, los matices electrónicos y la voz ronca y ñata de Björk completan esta canción que resume a la perfección el espíritu universal e integrador de Volta.

“¡Es hermosa!”, grita Laura enloquecida, con la misma potencia con la que gritó hace dieciocho años en una sala de partos de la Clínica Asunción. Los amigos que acaban de colarse fingiendo ser policías —y que en efecto tienen caras de policías—, la miran con un gesto de aprobación: “sí, es hermosa”. Laura se quita la chaqueta negra. Abraza a Eliécer. No puede creer que la mujer de los afiches en su cuarto esté ahora frente a sus ojos. A pesar de haber vivido seis meses en Londres, el mejor evento al que Laura había asistido antes de este había sido una presentación de El Crispeta en la terraza de una casa del barrio Las Nieves.

Laura junto a El Crispeta, al final de un recital.

Después de ‘Earth Intruders’, la niña descalza de cuarenta y dos años derrama su voz quebrada sobre el micrófono, cantando ‘Hunter’. Lleva un vestido dorado sobre lycra verde. Mueve los brazos cortos rápidamente de un lado a otro como si quisiera librarse de unas manos muy pesadas. Laura trata de imitarla y ríe. —Es una niñita —dice—, y la niñita corre, salta, grita, es una fuente de sangre con forma de niña. Canta ‘Bachelorette’ y su voz se convierte en un suspiro secreto en el agua para que solo ellos puedan escucharla. Cuando las luces se apagan, se agacha y se lleva una cuchara a la boca. Canta ‘I miss you’. Extraña lo que aún no conoce. Salta de nuevo junto a las luces encendidas. Cae sobre un solo pie con los brazos abiertos, torpe y feliz como un cisne titubeante. Canta ‘Innocence’. Dice “gracias”. Se rasca la cabeza, la sacude golpeando el micrófono con su cabello. Confiesa que el placer es todo suyo. Las luces se apagan de nuevo. Eliécer toma el rostro redondo de Laura y le besa la frente. Björk vuelve a agacharse. Canta ‘Unravel’ y el amor se deshace en una bola de heno. Toma agua. Se levanta entre las luces apagadas y su voz empuja a un estado de emergencia inevitable. Canta ‘Joga’ y los vellos erizados de la piel blanca de los brazos de Laura y los de la piel morena de Eliécer se buscan en la oscuridad.
‘Joga’ fue el primer single de Homogenic, su tercer álbum como solista, lanzado en 1997. ‘Hyperballad’, del álbum Post es, la siguiente canción que Björk canta tendiendo telarañas de papel entre sus dedos y el público; una balada electrónica que narra la historia de una mujer que se permite ser estúpida mientras su amante regresa a casa, para poder mantenerse completamente feliz hasta estar a salvo de nuevo en sus brazos. Así son las letras de Björk, y así su música, con la profundidad insondable de las preguntas que hacen los niños y con una alegría un poco estúpida, pero cuidadosamente lograda y llevada a los límites: desde la intimidad conmovedora hasta la euforia infantil.
“No ha tocado ‘Isobel’ ni ‘All is full of love’”, dice Laura, que ha tratado de descifrar esos acordes al inicio de otras canciones, Eliécer se acerca y le responde algo inaudible al oído señalando la tarima.
Después de una brutal descarga de energía con ‘Pluto’, Björk abandona la tarima dejando al público a oscuras en un grito desesperado. Ha tocado doce canciones, ha viajado con su voz de la ternura a la rabia, ha recorrido veinte años de discografía, ha arrastrado al público consigo. Eliécer y Laura sacuden sus brazos y se unen al grito. La ovación se extiende por más de 10 minutos. La certeza del retorno se materializa con los pasos del Iceland’s Wonder Brass sobre la tarima. Eliécer grita un seco “¡Pagó!” mientras Björk entra, dice otro torpe “gracias”, se aferra al paral y transporta al público a ese mar remoto que es su hogar, pegando los labios al micrófono en ‘The Anchor Song’. El espacio se reduce y el corazón de Laura se arruga, extrañando el mar con las manos entrelazadas sobre el pecho.
Después de la calma, Björk estalla otra vez. Comienza ‘Declare independence’, primer sencillo de Volta, con el que invita al público a saltar con ella: “¡Viva la revolución!”, grita en español, antes de exigir levantar las banderas y declarar la independencia. Ella misma toma una bandera de Colombia y salta con la cabeza envuelta en el tricolor. Eliécer y Laura saltan juntos, él mueve los hombros y arrastra los pies sobre las gradas, ella golpea el vacío con un puño libertario. Björk abandona el escenario después de decir “gracias” por décima vez. Eliécer la ve apretar el puño y decir “yes”, entre dientes, satisfecha, para sí misma, un segundo antes de desaparecer.
La gira de Volta llevará a Björk a México y varias ciudades de Estados Unidos. Desde el occidente de Bogotá, un bus de Brasilia llevará a Eliécer y Laura de vuelta a Quilla. Entrepiernados, entredormidos, con los cabellos entrelazados, verán los pueblos inundados, tapizados con carteles de candidatos ahogados en las elecciones. Al final, el bus se detendrá cerca del lugar donde el océano se llama Salgar, y donde podrán sumergirse bajo todas sus mareas y arrojar el ancla de nuevo en su hogar, para escuchar las canciones de Björk en CD quemados, a falta de una buena emisora para oírlas en la radio.

Publicado en Revista Dominical de El Heraldo, 16 de diciembre de 2007.