Monday, January 28, 2008

Caza de muñecas

La primera vez que entré, no entendí bien esa casa. Tampoco entendí por qué papá no vendría con nosotros. Solo mamá y yo. Liz había llegado un poco antes con su amiga. Nosotros, tarde, como siempre. Bajamos de un taxi y entramos con las maletas arrastradas a una casa grande de dos pisos.
En la sala había unos muebles que yo no conocía y una familia que no era la mía: un hombre sin camisa, que no era mi padre, una mujer de la edad de mi madre, que no era mi madre, una anciana maloliente, que no era mi abuela, y un perro feo que no era mi perro –nunca tuve un perro–. También había una niña bonita, que no era mi hermana, y otra niña, gorda, que sí era mi hermana, Liz, sentada a su lado. Yo tenía nueve años, aún no era capaz de mirar a los adultos a los ojos.
Almorzamos con esa familia desconocida, las maletas al lado de la mesa. Mamá hablaba con esa otra abuela y mi hermana con esa otra niña. La otra mujer, de la edad de mamá, y el hombre, sentado sin camisa a la cabeza de la mesa, arrojaban huesos de pollo al perro. Desde mi silla veía la puerta entreabierta de un baño azul y sólo pensaba en terminar mi plato e ir a lavarme pronto para conocer mi nueva casa, mi nuevo cuarto, mis nuevas cosas.
–Mamá, voy al baño –dije.
–Andrea, acompáñalo –respondió la mujer de la edad de mamá y mamá no dijo nada.
–No hace falta, señora, ya vi donde queda –agregué.
Pero ése no era nuestro baño, ni ésa nuestra casa. Andrea hizo caso a su mamá, se levantó de la silla, se acercó a mí, tomó mi muñeca y atravesó conmigo el corredor hasta llegar a unas escaleras junto al patio. Subimos despacio, ella cantaba una canción un paso delante de mí sin soltarme y yo me dejaba arrastrar mirándolo todo con la calma de la primera vez. Se detuvo faltando tres escalones, giró hacia mí y el sol, filtrado por los calados junto a la escalera, iluminó mi rostro de niño de nueve años que no era capaz de mirar a los ojos a un adulto y mucho menos a una niña más grande. Despacio, Andrea levantó la parte inferior de su camiseta, desnudó su ombligo hondo, y limpió con la tela verde la grasa que cubría mis labios.
Los muebles de la casa vieja estaban amontonados en sólo dos cuartos. Era como meter toda nuestra vida pasada en un presente demasiado estrecho. Vivíamos atrás, en el segundo piso. Éramos sólo mamá, Liz y yo. Allá arriba. Sólo los tres. Y nos odiábamos demasiado, y no teníamos un televisor que pudiera amainar la rabia. Mamá nos odiaba porque odiaba a papá, nosotros la odiábamos porque aún amábamos a papá y la odiábamos también por habernos traído a esta pocilga y por ser estúpida e ignorante, y Liz y yo nos odiábamos mutuamente porque éramos hermanos y porque no había nada mejor qué hacer, sin un televisor, que pelearnos para llenar el silencio con gritos y llegar muy cansados a la noche para dormir sin recuerdos. Y como no teníamos porqué pelear, como no teníamos nada que pelearnos, peleábamos por Andrea. Y como yo no podía ni mirarla a los ojos, y como yo era hombre y no me dejaban jugar con muñecas, siempre perdía contra Liz, y ella se quedaba con Andrea y yo me quedaba solo.
–Mau, vienes conmigo al mercado.
–No, mamá. Yo me quedo.
Y me quedaba solo, arriba, frente a la ventana, contando los carros azules que pasaban por la calle de atrás. Desde ahí alcanzaba a escuchar las risas de Andrea y de mi hermana y no podía evitar bajar unos pasos y dejar de contar los carros azules y asomarme por los calados a verlas jugar en el patio. Liz era gorda, Andrea era bonita como las frutas, no podía dejar de mirarla.
Algunas tardes, después del colegio, Andrea subía con Liz. Se encerraban en el cuarto de mamá, hablaban muy bajo y reían. A veces pensaba que se reían de mí. Andrea hablaba poco y reía mucho, Liz era gorda. Yo no alcanzaba a escuchar lo que decían.
Cada vez que tenía que salir, caminaba muy despacio después de bajar las escaleras. Trataba de alargar en los segundos la posibilidad de encontrármela. Una tarde, pasando junto a su cuarto, la vi de espaldas, bocabajo, a través de la puerta entreabierta. Lo pensé. Alcancé a tocar la madera con la yema de los dedos, el perro ladró, ella dio media vuelta, nuestros ojos se encontraron, caminé lo más rápido que podía caminar sin correr, llegué a la puerta ahogado, el sol me golpeó la cara con violencia al salir, dejé caer los párpados y volví a respirar con los ojos cerrados.
Los días pasaron despacio. Entre tareas, gritos, silencios, el sol de los calados y carros azules. Mamá hablaba mucho por teléfono y lloraba por las noches, Liz seguía siendo gorda, Andrea, lejana, y yo estando solo.
Dos semanas después decidí hacerlo. Bajé las escaleras a medianoche con una bolsa en la mano. El perro no ladró. Las puertas estaban cerradas, excepto la del baño azul y la de Andrea. Entré a su cuarto, estaba dormida. Le quité el pelo de la cara, vi su piel blanca, inmóvil. Recorrí sus mejillas con el dorso de mi mano, suave. Tomé sus muñecas. Temí que despertara y gritara, pero abrió los ojos despacio, con calma pesada, entredormida, sonrió y supe que me faltaban sólo cinco años para poder besarla.
Salí de su cuarto con la bolsa llena y subí a encerrarme en el baño pensando en ella. Fue una noche larga.
A la mañana siguiente, mamá me encontró dormido con la cabeza apoyada en el inodoro. Gritó muchas cosas, como siempre, estúpida e ignorante. Me agarró por el brazo, me tiró en la cama. Gritó muchas cosas, quizá las mismas, y me mandó de inmediato a vivir con papá.
Extrañé a Andrea unos meses, después la olvidé por un tiempo. Cuando volví a verla tenía espinillas y era mucho más gorda que Liz. No quise besarla. Preferí recordarla siempre como la piel suave que sentí en el dorso de mi mano derecha, la misma noche en que descubrí lo que tienen las Barbies entre las piernas.

Bocachico

Cada mañana, el río parecía infinito. Cada mañana, hasta la última. Después fue mediodía e hizo mucho calor. Las historias más bellas suelen tener finales terribles.

Tuesday, January 15, 2008

La derrota

Junto a mi cama, sobre la mesa de noche, siete libros debajo del control remoto.

Thursday, January 10, 2008

Comida rápida

–¿Para eso me haces venir hasta acá?

Concurso

Teresa dice:
Te gustó?
JP dice:
M.
Teresa dice:
Al menos dime algo.
JP dice:
No sé.
Teresa dice:
Hace meses que no te gusta nada mío.
JP dice:
Creo que estás muy deprimida. Es como si llevaras un diario de tus desgracias. No es tu estilo.
Teresa dice:
Hm.
JP dice:
¿Sabes qué es lo que menos me gusta de este último que me mandaste?
Teresa dice:
¿Qué? ¿Que da lástima?
JP dice:
No, eso es secundario. Creo que lo peor es esa segunda persona. Es como si tu voz de mujer te estuviera hablando por dentro y te dijera qué hacer. Es como un cuento de mujer.
Teresa dice:
¿Feminista?
JP dice:
No, ni siquiera. Todo lo contrario. Es sexista, derrotista. La vieja tiene a una feminista adentro que le está gritando que salga corriendo, pero ella no puede y se queda ahí cocinándole, lavando los platos y comiendo mierda.
Teresa dice:
Hm. ¿Entonces crees que deba esconder ese cuento?
JP dice:
Sí.

Teresa ha enviado un zumbido.

Teresa dice:
¿Cuándo vuelves?
JP dice:
El martes.
Teresa dice:
Estoy desesperada, ya necesito que estés aquí.
JP dice:
Estuve allá seis meses y casi ni nos vimos.
Teresa dice:
Ahora es muy diferente.
JP dice:
Siempre es "muy diferente".
Teresa dice:
No vamos a empezar a pelear...
JP dice:
Todo bien. Pero no prometas nada.
Teresa dice:
En serio quiero que vengas.

JP dice:
Da igual, quieras o no, llego el martes.
Teresa dice:
Te estaré esperando.
JP dice:
Espérame con el corazón y las piernas abiertas.
Teresa dice:
Jajaj
JP dice:
Sabes qué deberíamos hacer cuando llegue?
Teresa dice:
Dime.
JP dice:
Deberíamos hacer concursos de cuento corto cada tres días, el que pierda se la chupa al otro.
Teresa dice:
Jaja. No aguanta chuparla por compromiso.
JP dice:
Quién te manda a perder??
Teresa dice:
Jajaja. ¿Y quien es el juardo?
JP dice:
Yo
Teresa dice:
Tú lo q quieres es chupada segura cada 3 días
JP dice:
Tranquila, me gusta tanto chupar como que me chupen, así que repartiré los premios con justicia.
Teresa dice:
Para ser sincera a mí no me gusta de a mucho q me la chupen. Me aburre.
JP dice:
Lástima, a mí me encanta ese sabor.
Teresa dice:
Sinceramente, prefiero chupar.
JP dice:
Entonces te toca perder.
Teresa dice:
No aguanta.
JP dice:
Bueno, pero si ganas puedes elegir chupármela.
Teresa dice:
¿Y si tú ganas?
JP dice:
Si yo gano te toca chupármela también.
Teresa dice:
¿Y cuál es la gracia del concurso si de todos modos te la voy a acabar chupando?
JP dice:
Ésa no era la idea. No es mi culpa que te aburra que te chupen.
Teresa dice:
No me ha ido bien.
JP dice:
Aún te falta conocer mi lengua. Creo que mi lengua podría hacerte retomar el camino de la literatura.
Teresa dice:
Ven pronto.
JP dice:
El martes.

Thursday, January 3, 2008

Six

Era más fácil rodar por la arena. Estaba húmeda y negra y se pegaba a sus jeans cortos y a su piel, que continuaba siendo blanca a pesar de llevar tres años rodando bajo el sol de esta playa.
Veíamos ese cuerpo pálido rodar entre nosotros y las trillizas. Escuchábamos esa voz aguda peleando contra la brisa y aún no podíamos saber si se trataba de un hombre o de una mujer. Sus patas flacas y su cuerpo sietemesino continuaban untándose de arena negra, sal y mierda de perros. Sus ojos seguían clavados en las tetas de las trillizas.
–Tápate eso –gritó el cuerpo arrastrado desde la arena, y esta vez su voz aguda se escuchó plena y sonó femenina, y la trilliza de amarillo giró hacia esa voz y "eso", sus tetas enormes, fue pleno de frente–.
Tápate eso –repitió mordiéndose el labio–, que tienes mucho y hace hambre.
La trilliza de amarillo ahogó una carcajada, la de negro apretó las cejas con una sonrisa confundida, la del medio se acomodó el top naranja del que se asomba una gota de pezón caramelo. Nosotros seguimos desde la hamaca, nada, ese cuerpo marchito y pálido que rodaba sobre la arena negra de las cuatro de la tarde. Seco el sol, la cerveza era ya una espuma tibia y, al fondo, seis tetas iguales, trillizas, y seis pies mojados jugaban con la otra espuma
.
–Tápate eso, niña, que desde allá arriba se ve todo.
Y continuaba sobre la arena, buscando algo allá arriba con la cabeza levantada hacia un cielo azul pleno, mientras avanzaba hacia las trillizas impulsada por las manos como una perra flaca sin patas traseras. Reptando, con las piernas arrastradas y los brazos sosteniéndola, los omoplatos se asomaban rompiéndole los hombros.
–Dios te está mirando desde allá arriba y te ve todo. ¡Tápate...! Sí, tú, la de naranja.
No fue un grito, fue una súplica tajante. La de amarillo abrazó a la de naranja, porque sabía que hablaba sólo con ella, y la de negro, que había nacido dos minutos antes que las otras dos, se paró de frente a defender a las hermanas menores, sin miedo, sabiendo que eran sólo palabras y que la playa estaba muy llena y que nosotros no habíamos dejado de mirarlas ni un segundo y que esos huesos inofensivos arrastrados por la arena no podrían hacer más que asustarlas. Sin miedo.
–Tápate eso, niña, que Dios te está viendo desde allá arriba y se le para la verga. ¿O tú crees que Dios es marica? ¿Tú crees que a Dios no se le para?