Era más fácil rodar por la arena. Estaba húmeda y negra y se pegaba a sus jeans cortos y a su piel, que continuaba siendo blanca a pesar de llevar tres años rodando bajo el sol de esta playa.
Veíamos ese cuerpo pálido rodar entre nosotros y las trillizas. Escuchábamos esa voz aguda peleando contra la brisa y aún no podíamos saber si se trataba de un hombre o de una mujer. Sus patas flacas y su cuerpo sietemesino continuaban untándose de arena negra, sal y mierda de perros. Sus ojos seguían clavados en las tetas de las trillizas.
–Tápate eso –gritó el cuerpo arrastrado desde la arena, y esta vez su voz aguda se escuchó plena y sonó femenina, y la trilliza de amarillo giró hacia esa voz y "eso", sus tetas enormes, fue pleno de frente–. Tápate eso –repitió mordiéndose el labio–, que tienes mucho y hace hambre.
La trilliza de amarillo ahogó una carcajada, la de negro apretó las cejas con una sonrisa confundida, la del medio se acomodó el top naranja del que se asomba una gota de pezón caramelo. Nosotros seguimos desde la hamaca, nada, ese cuerpo marchito y pálido que rodaba sobre la arena negra de las cuatro de la tarde. Seco el sol, la cerveza era ya una espuma tibia y, al fondo, seis tetas iguales, trillizas, y seis pies mojados jugaban con la otra espuma.
–Tápate eso, niña, que desde allá arriba se ve todo.
Y continuaba sobre la arena, buscando algo allá arriba con la cabeza levantada hacia un cielo azul pleno, mientras avanzaba hacia las trillizas impulsada por las manos como una perra flaca sin patas traseras. Reptando, con las piernas arrastradas y los brazos sosteniéndola, los omoplatos se asomaban rompiéndole los hombros.
–Dios te está mirando desde allá arriba y te ve todo. ¡Tápate...! Sí, tú, la de naranja.
No fue un grito, fue una súplica tajante. La de amarillo abrazó a la de naranja, porque sabía que hablaba sólo con ella, y la de negro, que había nacido dos minutos antes que las otras dos, se paró de frente a defender a las hermanas menores, sin miedo, sabiendo que eran sólo palabras y que la playa estaba muy llena y que nosotros no habíamos dejado de mirarlas ni un segundo y que esos huesos inofensivos arrastrados por la arena no podrían hacer más que asustarlas. Sin miedo.
–Tápate eso, niña, que Dios te está viendo desde allá arriba y se le para la verga. ¿O tú crees que Dios es marica? ¿Tú crees que a Dios no se le para?
Veíamos ese cuerpo pálido rodar entre nosotros y las trillizas. Escuchábamos esa voz aguda peleando contra la brisa y aún no podíamos saber si se trataba de un hombre o de una mujer. Sus patas flacas y su cuerpo sietemesino continuaban untándose de arena negra, sal y mierda de perros. Sus ojos seguían clavados en las tetas de las trillizas.
–Tápate eso –gritó el cuerpo arrastrado desde la arena, y esta vez su voz aguda se escuchó plena y sonó femenina, y la trilliza de amarillo giró hacia esa voz y "eso", sus tetas enormes, fue pleno de frente–. Tápate eso –repitió mordiéndose el labio–, que tienes mucho y hace hambre.
La trilliza de amarillo ahogó una carcajada, la de negro apretó las cejas con una sonrisa confundida, la del medio se acomodó el top naranja del que se asomba una gota de pezón caramelo. Nosotros seguimos desde la hamaca, nada, ese cuerpo marchito y pálido que rodaba sobre la arena negra de las cuatro de la tarde. Seco el sol, la cerveza era ya una espuma tibia y, al fondo, seis tetas iguales, trillizas, y seis pies mojados jugaban con la otra espuma.
–Tápate eso, niña, que desde allá arriba se ve todo.
Y continuaba sobre la arena, buscando algo allá arriba con la cabeza levantada hacia un cielo azul pleno, mientras avanzaba hacia las trillizas impulsada por las manos como una perra flaca sin patas traseras. Reptando, con las piernas arrastradas y los brazos sosteniéndola, los omoplatos se asomaban rompiéndole los hombros.
–Dios te está mirando desde allá arriba y te ve todo. ¡Tápate...! Sí, tú, la de naranja.
No fue un grito, fue una súplica tajante. La de amarillo abrazó a la de naranja, porque sabía que hablaba sólo con ella, y la de negro, que había nacido dos minutos antes que las otras dos, se paró de frente a defender a las hermanas menores, sin miedo, sabiendo que eran sólo palabras y que la playa estaba muy llena y que nosotros no habíamos dejado de mirarlas ni un segundo y que esos huesos inofensivos arrastrados por la arena no podrían hacer más que asustarlas. Sin miedo.
–Tápate eso, niña, que Dios te está viendo desde allá arriba y se le para la verga. ¿O tú crees que Dios es marica? ¿Tú crees que a Dios no se le para?
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