Vivo junto al océano y por las noches me sumerjo hasta el fondo, bajo todas sus mareas, y arrojo mi ancla. Aquí es donde me quedo, este es mi hogar.
Björk, ‘The Anchor song’
Islandia es un trozo de tierra desprendido de la península escandinava, más un montón de islotes gélidos regados sobre el Atlántico Norte. Con solo 313.000 habitantes —menos de la quinta parte de la población de Barranquilla— es el país menos populoso del norte de Europa. Arenales, montañas, glaciares, ríos de hielo que alimentan el océano: Islandia es un lugar extraño, cálido a pesar del hielo, accidentado sobre tierra volcánica, sembrado de paisajes emocionales donde el suelo precipita y escupe chorros de agua tibia contra el cielo verde de la medianoche. En medio de este paisaje, hace cuarenta y dos años, nació Björk Guðmundsdóttir.
Prescindiendo del apellido impronunciable, el significado de este nombre para la cultura popular equivale a innovación y versatilidad. La de Björk es una de las voces femeninas más representativas del pop desde comienzos de los noventa. Más allá de la posibilidad de rótulos de género: trip hop, jazz, rock alternativo, drum & bass, pataletas de punk fashion, folk o electrónica, su voz acaricia, raspa y perfora; sus composiciones en inglés sorprenden por un acceso a la metáfora, incomprensible en alguien que pronuncia con tanta dificultad el idioma, a menos que sea cantándolo.
Björk en la entrega de los Oscar.
Piel plástica, párpados orientales, escasos 153 centímetros entre los dedos de los pies y las raíces de un cabello negro que la hace parecer aún más blanca. Actriz de una sola película reconocida, nominada al Oscar —ceremonia a la que asistió con un intencionalmente ridículo traje de cisne— y ganadora de la Palma de Oro, vocera de ninguna causa, autora de ningún libro, protagonista de ningún reality. Antes de salir corriendo o de agarrar a trompadas a una fotógrafa en un aeropuerto, toma el micrófono, chilla y, después, pide silencio con un índice sobre los labios para dejar en evidencia a una niña caprichosa, que desde hace más de veinte años ha hecho, a través de su música, lo que le ha dado la gana.
La gira promocional de Volta, el álbum más reciente de Björk, incluyó entre sus destinos latinoamericanos a Colombia: Bogotá, no Barranquilla.
Barranquilla es un pastizal reseco en el que algunas vacas se detuvieron hace 194 años. En medio de todas sus aguas —las unas acuchilladas por las otras— emergió una plaza y después un pueblo y después una puerta de oro y el robo del oro y su nostalgia. Desde el hombro del litoral, Barranquilla anhela el mar que no tiene, arrogándose el título de capital del departamento que comparte el nombre de ese océano. Sin embargo, las aguas persisten y son ríos en sus calles, y otro río más grande a su espalda. Entre esas aguas, Eliécer y Laura vieron salir el sol muchas veces. Fundadoras de Barranquilla.
Allí crecieron, bajo el sol, entre músicas diversas, resolviendo el crisol de una generación que se debate entre lo folclórico y lo cosmopolita, entre lo tradicional y lo electrónico, entre lo digital y el olor de los mangos maduros. Allí conocieron los picós y los insomnios, y también la música de Björk. Faltando dos semanas, compraron las boletas, hicieron un par de llamadas, recogieron unos cuantos trapos para el frío, al que sus cuerpos caribes no estaban acostumbrados, empacaron y se fueron.
El 17 de noviembre, Björk está en su camerino del Palacio de los Deportes, esperando salir al escenario para su primera presentación en Colombia. Afuera, el sol es una excepción fabulosa en el cielo bogotano, la grama es verde y los rostros muchos. Entre ellos están los de Eliécer y Laura. Llegaron en bus desde Barranquilla, entredormidos, entrepiernados, con sus cabellos negros y rojos entrelazados, viendo pueblos miserables desaparecer a través de la ventana, para, al final del camino, ver los paisajes lejanos encontrarse bajo un cielo intermedio: los verdes de Björk y el azul intenso de Quilla recorriendo la imparcial capital colombiana.
Las tres filas de la entrada para la boleta más barata avanzan lentamente. Eliécer y Laura toman la de la izquierda. Después, suben, bajan, toman los mejores puestos entre los peores puestos, se sientan al lado izquierdo a pocos metros de la tarima —desde donde solo se ve la mitad derecha del escenario—, soportan la presentación de La Fábrica, un modesto grupo caleño, ríen, ven a los amigos llegar, se abrazan, ven las luces apagarse y llenar de gritos la oscuridad. Entonces, Björk.Apenas comenzaban los ochenta cuando Björk se graduaba de la escuela de música como pianista. Tenía quince años, había grabado su primer álbum a los once, tendría su primer hijo a los veintiuno y ese mismo año comenzaría a conquistar Europa junto a los Sugarcubes. Era 1986, Eliécer estaba sentado bajo la sombra de un árbol de mango en la esquina de su casa del barrio El Limón, Laura no había nacido. De los Sugarcubes, Björk pasó a grabar, en 1990, un increíble álbum de jazz, llamado Gling Glô, en compañía del trío de bebop Guðmundar Ingólfssonar. Su nombre ya estaba en la carátula del álbum. Han pasado más de veinte años. Debut, Post, Telegram, Homogenic, Selma songs, Vespertine, Médulla y Volta.
Carátula de Volta.
Ahora comparte el escenario con el Iceland’s Wonder Brass, grupo de vientos que la acompaña en la gira de Volta. Diez mujeres islandesas, vestidas con la indumentaria de la portada del álbum, entran vaciando los pulmones en sus instrumentos. Esta vez, la marcha fúnebre de Chopin no anuncia una muerte. A las 9:15 p.m., Islandia y Colombia son un mismo lugar cálido que invade al mundo con ‘Earth Intruders’. Comienza el concierto y los gritos son música. Laura compró Volta dos semanas atrás, se sabe la canción y la canta a todo pulmón; Eliécer baila absorto, con los ojos cerrados detrás de las gafas. La percusión tribal, los vientos del norte, los matices electrónicos y la voz ronca y ñata de Björk completan esta canción que resume a la perfección el espíritu universal e integrador de Volta.
“¡Es hermosa!”, grita Laura enloquecida, con la misma potencia con la que gritó hace dieciocho años en una sala de partos de la Clínica Asunción. Los amigos que acaban de colarse fingiendo ser policías —y que en efecto tienen caras de policías—, la miran con un gesto de aprobación: “sí, es hermosa”. Laura se quita la chaqueta negra. Abraza a Eliécer. No puede creer que la mujer de los afiches en su cuarto esté ahora frente a sus ojos. A pesar de haber vivido seis meses en Londres, el mejor evento al que Laura había asistido antes de este había sido una presentación de El Crispeta en la terraza de una casa del barrio Las Nieves.
Laura junto a El Crispeta, al final de un recital.
Después de ‘Earth Intruders’, la niña descalza de cuarenta y dos años derrama su voz quebrada sobre el micrófono, cantando ‘Hunter’. Lleva un vestido dorado sobre lycra verde. Mueve los brazos cortos rápidamente de un lado a otro como si quisiera librarse de unas manos muy pesadas. Laura trata de imitarla y ríe. —Es una niñita —dice—, y la niñita corre, salta, grita, es una fuente de sangre con forma de niña. Canta ‘Bachelorette’ y su voz se convierte en un suspiro secreto en el agua para que solo ellos puedan escucharla. Cuando las luces se apagan, se agacha y se lleva una cuchara a la boca. Canta ‘I miss you’. Extraña lo que aún no conoce. Salta de nuevo junto a las luces encendidas. Cae sobre un solo pie con los brazos abiertos, torpe y feliz como un cisne titubeante. Canta ‘Innocence’. Dice “gracias”. Se rasca la cabeza, la sacude golpeando el micrófono con su cabello. Confiesa que el placer es todo suyo. Las luces se apagan de nuevo. Eliécer toma el rostro redondo de Laura y le besa la frente. Björk vuelve a agacharse. Canta ‘Unravel’ y el amor se deshace en una bola de heno. Toma agua. Se levanta entre las luces apagadas y su voz empuja a un estado de emergencia inevitable. Canta ‘Joga’ y los vellos erizados de la piel blanca de los brazos de Laura y los de la piel morena de Eliécer se buscan en la oscuridad.
‘Joga’ fue el primer single de Homogenic, su tercer álbum como solista, lanzado en 1997. ‘Hyperballad’, del álbum Post es, la siguiente canción que Björk canta tendiendo telarañas de papel entre sus dedos y el público; una balada electrónica que narra la historia de una mujer que se permite ser estúpida mientras su amante regresa a casa, para poder mantenerse completamente feliz hasta estar a salvo de nuevo en sus brazos. Así son las letras de Björk, y así su música, con la profundidad insondable de las preguntas que hacen los niños y con una alegría un poco estúpida, pero cuidadosamente lograda y llevada a los límites: desde la intimidad conmovedora hasta la euforia infantil.
“No ha tocado ‘Isobel’ ni ‘All is full of love’”, dice Laura, que ha tratado de descifrar esos acordes al inicio de otras canciones, Eliécer se acerca y le responde algo inaudible al oído señalando la tarima.
Después de una brutal descarga de energía con ‘Pluto’, Björk abandona la tarima dejando al público a oscuras en un grito desesperado. Ha tocado doce canciones, ha viajado con su voz de la ternura a la rabia, ha recorrido veinte años de discografía, ha arrastrado al público consigo. Eliécer y Laura sacuden sus brazos y se unen al grito. La ovación se extiende por más de 10 minutos. La certeza del retorno se materializa con los pasos del Iceland’s Wonder Brass sobre la tarima. Eliécer grita un seco “¡Pagó!” mientras Björk entra, dice otro torpe “gracias”, se aferra al paral y transporta al público a ese mar remoto que es su hogar, pegando los labios al micrófono en ‘The Anchor Song’. El espacio se reduce y el corazón de Laura se arruga, extrañando el mar con las manos entrelazadas sobre el pecho.
Después de la calma, Björk estalla otra vez. Comienza ‘Declare independence’, primer sencillo de Volta, con el que invita al público a saltar con ella: “¡Viva la revolución!”, grita en español, antes de exigir levantar las banderas y declarar la independencia. Ella misma toma una bandera de Colombia y salta con la cabeza envuelta en el tricolor. Eliécer y Laura saltan juntos, él mueve los hombros y arrastra los pies sobre las gradas, ella golpea el vacío con un puño libertario. Björk abandona el escenario después de decir “gracias” por décima vez. Eliécer la ve apretar el puño y decir “yes”, entre dientes, satisfecha, para sí misma, un segundo antes de desaparecer.
La gira de Volta llevará a Björk a México y varias ciudades de Estados Unidos. Desde el occidente de Bogotá, un bus de Brasilia llevará a Eliécer y Laura de vuelta a Quilla. Entrepiernados, entredormidos, con los cabellos entrelazados, verán los pueblos inundados, tapizados con carteles de candidatos ahogados en las elecciones. Al final, el bus se detendrá cerca del lugar donde el océano se llama Salgar, y donde podrán sumergirse bajo todas sus mareas y arrojar el ancla de nuevo en su hogar, para escuchar las canciones de Björk en CD quemados, a falta de una buena emisora para oírlas en la radio.
Publicado en Revista Dominical de El Heraldo, 16 de diciembre de 2007.
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