Tenía demasiadas llaves en la mano. La mayoría de ellas no abría ninguna puerta conocida, se habían sumado al llavero rojo en noches amnésicas y le habían servido para protegerse del frío en casas que, aunque quisiera, ya no podría recordar dónde quedaban ni a quién pertenecían. Al fin encontró la llave plateada y abrió la puerta.
Al otro lado, entre las paredes estrechas y el olor húmedo, estaba Jacobo. De pie, con la cabeza inclinada, lo miraba desde un lugar casualmente improbable de la sala, como si lo hubiese estado esperando desde hacía horas en ese punto desde el que no podría esquivar su mirada al abrir la puerta.
—¿Ajá? —dijo Manuel con las llaves en la mano mientras cerraba la puerta tras de sí.
—¿Qué más? —respondió Jacobo a la pregunta, como si otra pregunta sin contenido pudiera conjurar la incomodidad e iniciar una conversación.
Hace dos semanas que no se veían y las respuestas hubieran podido ser muchas, pero en lugar de ellas se quedaron callados. Manuel sacó del morral unos papeles viejos que no quería ni tenía que leer y Jacobo buscó por largos minutos entre las gavetas algo que no se le había perdido. Entre ambos estaba la barra de la cocina y sobre ella una bolsa de leche y cuatro panes que parecían prometer que a la mañana siguiente habría desayuno.
—¿Qué más? —respondió Jacobo a la pregunta, como si otra pregunta sin contenido pudiera conjurar la incomodidad e iniciar una conversación.
Hace dos semanas que no se veían y las respuestas hubieran podido ser muchas, pero en lugar de ellas se quedaron callados. Manuel sacó del morral unos papeles viejos que no quería ni tenía que leer y Jacobo buscó por largos minutos entre las gavetas algo que no se le había perdido. Entre ambos estaba la barra de la cocina y sobre ella una bolsa de leche y cuatro panes que parecían prometer que a la mañana siguiente habría desayuno.
El teléfono volvió a sonar por primera vez desde que la granizada arrasó los cables hace ya tres semanas. Para Manuel fue sólo un sonido más, uno más entre esos sonidos a los que estaba tan desacostumbrado que sólo el olor húmedo le recordaba con precisión el lugar en el que estaba en este momento. El teléfono siguió timbrando. Jacobo corrió al cuarto a contestar, Manuel se quedó entre la sala y la cocina, prendió la radio y subió el volumen para evitar los “ajás” y los “quémás” vertiginosos.
-Aló… Sí… No señora, aquí no vive ninguna Fabiola.
Jacobo atravesó la sala y pasó al otro lado de la barra en la que se convertía en cocina. Sentado en el sofá, Manuel vaciaba el morral: dejó los cigarrillos sobre la chaqueta, junto al libro y las copias y dos lápices y un bolígrafo y quiso seguir sacando cosas o caer al fondo del morral y perderse, pero ya no había nada adentro. Jacobo abrió la bolsa de leche con los dientes, prendió la estufa y comenzó a batir.
Jacobo atravesó la sala y pasó al otro lado de la barra en la que se convertía en cocina. Sentado en el sofá, Manuel vaciaba el morral: dejó los cigarrillos sobre la chaqueta, junto al libro y las copias y dos lápices y un bolígrafo y quiso seguir sacando cosas o caer al fondo del morral y perderse, pero ya no había nada adentro. Jacobo abrió la bolsa de leche con los dientes, prendió la estufa y comenzó a batir.
El teléfono sonó de nuevo. Se miraron, levantaron las cejas al tiempo. Jacobo bajó la cabeza, Manuel se levantó del sofá y avanzó hacia el cuarto con pasos resignados. El teléfono alcanzó a timbrar tres veces más, Manuel lo levantó:
—¿Aló?
Al otro lado se escuchaba una respiración pesada y ninguna palabra. Manuel repitió la pregunta pero el silencio jadeante continuó por unos segundos hasta que fue demasiado y no tuvo sentido. Dejó caer el auricular muy despacio.
—¿Otra vez esa vieja? —preguntó Jacobo desde la cocina.
—No, no era nadie —dijo Manuel, y se sentó de nuevo en el sofá a separar los papeles que iba a doblar de los que iba a botar, a revisar que no tuviese llamadas perdidas en el celular, a abrir el computador sobre su regazo, a mirar fotos viejas, a jugar solitario, a esperar que la conexión a Internet fluyera para poder irse muy lejos, a hacer nada.
—¿Aló?
Al otro lado se escuchaba una respiración pesada y ninguna palabra. Manuel repitió la pregunta pero el silencio jadeante continuó por unos segundos hasta que fue demasiado y no tuvo sentido. Dejó caer el auricular muy despacio.
—¿Otra vez esa vieja? —preguntó Jacobo desde la cocina.
—No, no era nadie —dijo Manuel, y se sentó de nuevo en el sofá a separar los papeles que iba a doblar de los que iba a botar, a revisar que no tuviese llamadas perdidas en el celular, a abrir el computador sobre su regazo, a mirar fotos viejas, a jugar solitario, a esperar que la conexión a Internet fluyera para poder irse muy lejos, a hacer nada.
Jacobo se acercó al sofá con dos tazas de chocolate humeante, Manuel tiró los papeles, el libro y la chaqueta al piso para abrirle un lugar a su lado. Y tomaron chocolate caliente y hacía mucho frío. Y hablaron de la negra de ojos claros que se quedó a dormir con Manuel el otro día y de la amiga nueva de Jacobo que parecía comenzar a quererlo. Y rieron con tristeza y el computador seguía abierto en el regazo de Manuel pero no conectaba y Jacobo preguntó de nuevo “¿qué más?” y el silencio se repitió como si esas dos palabras no pudieran encontrar eco en la realidad monótona en la que habían caído.
Jacobo tomó la taza vacía de las manos de Manuel y caminó hacia el fregadero.
—Deja eso ahí, yo lo lavo más tarde.
Pero Jacobo no respondió y abrió el grifo y recorrió con la esponja las paredes marrones de las tazas hasta dejarlas blancas de nuevo y Manuel no sabía dónde poner ese 9 de diamantes y la conexión se resistía a funcionar y quiso que todo fuera como al principio, como cuando entró por esa puerta la primera vez y Jacobo le dio dos llaves y le dijo que ésta era su casa y que contara con él para lo que fuera, y Manuel tenía miedo y hambre de esta ciudad nueva, y ambos estaban felices de modos muy distintos.
Jacobo se secó las manos con un trapo sucio. Se acercó a la barra, del lado de la cocina. Acomodó algunas revistas, apoyó las manos en la barra, miró a Manuel con ojos cansados y no vio a la misma persona que había conocido hace dos años y que le había ayudado a conseguir trabajo y que lo había invitado a almorzar muchas veces en su casa y que él había creído que era la persona más estúpidamente feliz del mundo. Ahora estaban muy cerca y eran iguales. No se tenían ni el uno al otro.—Deja eso ahí, yo lo lavo más tarde.
Pero Jacobo no respondió y abrió el grifo y recorrió con la esponja las paredes marrones de las tazas hasta dejarlas blancas de nuevo y Manuel no sabía dónde poner ese 9 de diamantes y la conexión se resistía a funcionar y quiso que todo fuera como al principio, como cuando entró por esa puerta la primera vez y Jacobo le dio dos llaves y le dijo que ésta era su casa y que contara con él para lo que fuera, y Manuel tenía miedo y hambre de esta ciudad nueva, y ambos estaban felices de modos muy distintos.
—Manuel, es mejor que te vayas de esta casa.
—Lo sé.
Las maletas aún estaban en la sala, justo donde Manuel las había dejado cuando atravesó esa puerta por primera vez. Sobre ellas se levantaba una montaña de ropa, la mayoría sucia. Ya había descartado muchas de esas prendas. Prefería botarlas antes que lavarlas; con el tiempo, los fluidos se habían secado sobre ellas y las fibras se habían adherido convirtiendo la tela en otro material sin nombre. Habían pasado cuatro meses.
Cuento inédito, noviembre de 2007.
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