Monday, February 18, 2008

Sala de juntas

Siempre se baña antes de acostarse. Cada vez lo hace más temprano. Antes Michel la miraba a través de la puerta entreabierta. A veces entraba a bañarse con ella, ahora sólo espera o sale.
–Es sólo una cena de trabajo. Vuelvo como en dos o tres horas.
–¿Quiénes van?
–Diego, el jefe de compras, dos nuevos clientes y yo, nadie más... Creo.
–Me gustaría ir contigo.
Viviana aprieta los labios, dilata las pupilas, parece ser quince años más joven cada vez que ruega algo. Quizá este mecanismo funcionaba con sus padres cuando aún era una niña, ahora debe hacer un esfuerzo mayor: además del gesto, se desnuda, muestra a Michel las tetas nuevas que él pagó hace sólo tres meses, remueve los flecos dorados de su cabello despejando las raíces negras, extiende las yemas de los dedos y acaricia el pecho de Michel. Aún es hermosa, de un modo muy distinto pero hermosa: como volver a casa después de mucho tiempo.
–Lo siento, me tengo que ir, Diego está pitando.
Un beso en la frente, manos en sus hombros, su cabello mojado en el pecho de Michel; transparencia de la tela. Cambio rápido de camisa, portátil, llaves, puerta, sala, puerta, ascensor, lobby, puerta, Ford.
–¿Entonces, Diego?
–Nada. Vamos.
La camioneta recorre sólo tres cuadras, dobla a la izquierda, se detiene unos minutos frente a una tienda. Michel y Diego escuchan la pequeña explosión de las latas de cerveza al abrirse y avanzan a través de las calles lentas de los martes por la noche. Otras cuatro cuadras, izquierda, y descienden por la rampa hasta el 210 del parqueadero. Dos cervezas más, un joint, Deep purple, T Rex.
–¿Por qué no le dices simplemente que vas a tomarte unas cervezas conmigo?
–Si lo hiciera, ¿qué sentido tendría? Es como cuando mi papá bajaba al parque a buscarnos.
–Todo lo contrario: tu papá sí sabía donde estábamos pero nunca nos encontraba. Además ya no tenemos trece años y tu papá no tenía las tetas que tiene Viviana.
–Menos mal. No quiero imaginar las tetas de mi padre y mucho menos pagar por ellas.
–Suficiente.
–Sí, demasiado. ¿Bajaste algo?
–No, pero aquí hay WiFi y tengo el link de una página de coreanas.
–¿Les?
–De todo.
–Pásamelo. Sabes que lo que más me gusta es verlas juntas.
Aún no son las once. Michel regresa a casa. Todos sus olores han quedado en el baño del parqueadero, también un billete en el bolsillo del vigilante. Las luces de la casa están encendidas y el televisor grita a todo volumen desde el cuarto. Michel deja las llaves y el portátil sobre su escritorio. Atraviesa la puerta entreabierta. Viviana cambia las pilas del control remoto. Es inútil. Está dañado.

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